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muerte del francmasón, el silencio se haba impuesto entre ellos, pero,
a la maana siguiente, el clido sol primaveral disipó su depresión.
Bernard de Roubaix prosiguió su disertación sobre temas templarios,
sin volver a referirse a la tragedia. Simon se encontraba tan absorto
ante la corriente de información de su mentor, que no tardó en rele-
gar el accidente del da anterior a lo ms profundo de su mente; sin
embargo, la horrorosa imagen de aquella figura que chillaba, mien-
tras se precipitaba a su muerte, siguió reapareciendo en perturbado-
res destellos de la memoria. El caballero normando an era muy joven
y, si bien haba dado muerte tanto a animales como a personas, la sbi-
ta muerte le afectó ms de lo que era habitual en aquellos tiempos
violentosLes llevó tres das salvar la distancia que les separaba de
Pars y cada noche pernoctaron en diferentes granjas de los templa-
nos. Los edificios fortificados de dichas granjas eran construidos alre-
dedor de un patio central, donde se poda encerrar a los animales en
caso de ataque. De ah que tambin se las llamara fermes, deJer-
m, que significa cerrado, en frances.
Caballero y escudero se acercaban a Paris por el suroeste, siguien-
do la baja orilla izquierda del ro Sena. Desde que partieron de
Chartres haban cubierto una distancia de ms de un centenar de
millas.
La capital de Francia en el siglo XII haba crecido a un ritmo
febril en los ltimos veinte aos. A la sazón, ms de 100.000 perso-
nas vivan dentro del permetro de sus fortificaciones, o bien apia-
das en los environs de Pars, fuera de sus murallas. Ello la converta
en una de las ciudades ms grandes del mundo occidental.
Los romanos la haban trazado como un nostlgico recordatorio
de su propia capital, puesto que Pars, como Roma, tambin descan-
saba sobre bajas colinas. El enclave de la guarnición que servia de
cuartel general de las legiones romanas asentadas en la Galia, pronto
se convirtió en un importante centro comercial.
Eso sucedió a causa del ro Sena, que era plenamente navegable
en todas las estaciones del ao, por donde llegaban abundantes pro-
visiones desde la costa septentrional francesa y de las ricas granjas y
viedos de poniente. Ese ro estratgicamente tan importante, que
cruzaba serpenteando la ciudad que servia de guarnición a los roma-
nos, tambin haba trado a las sucesivas legiones all apostadas el
recuerdo de su Tber natal, que serpenteaba a travs de Roma.
Simon estaba fascinado por la ajetreada escena que contempla-
ba a su derredor mientras l y De Roubaix avanzaban al paso de sus
caballos por las angostas calles. Estas eran poco ms que sendas barro-
sas, pues los envrons de la ribera meridional del ro no gozaban de las
mismas comodidades que las de la parte septentrional de la capital.
La ciudad sobre la orilla derecha del Sena se encontraba entrecorta-
da por anchas rues adoquinadas, herencia de las vas que en un tiem-
po fueran las arterias de la ciudad guarnición romana. Los envzrons
de la orilla izquierda, en comparación, eran arrabales.
Las sucias y sinuosas sendas se extendan a ambos lados de casas,
hosteras, tabernas, burdeles, establos y pocilgas burdamente cons-
truidos. Sumidos perpetuamente en la sombra de los destartalados
edilicios ms grandes de dos pisos, aquellos angostos caminos de carro
hedan a orina y excrementos, tanto animales como humanos.
El ruido era ensordecedor: una mezcla atronadora de crujientes
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carros, utensilios tintineantes, aves de corral y otros animales que pro-
testaban ruidosamente camino al mercado. Se agregaban a aquella
cacofona los fuertes gritos y los insultos roncos, las maldiciones y las
risotadas, que acompaaban la frentica actividad que tena lugar en
las transitadas callejuelas.
A Simon le haba intrigado Gisors, le haba fascinado Chartres y
quedó emocionado ante la perspectiva de ver Paris por primera vez,
pero ahora que se hallaba en la capital, la encontraha tremendamen-
te desagradable.
Bernard de Roubaix la detestaba, como siempre, y no vea llega-
do el momento de regresar a la paz y la tranquilidad de su amada
Normandia natal.
Mientras obligaban a sus caballos fogosos a abrirse paso a travs
de las multitudes de hedionda humanidad que se apretujaban en las
calles, Simon no tena tiempo de advertir las miradas de admiración
que e dirigan las mujeres, jóvenes y viejas por igual. El alto, apues-
to y joven cadete de negra tnica cabalgaba junto al templario de ms
edad, cuya cota de malla centelleaba bajo los pocos rayos de sol que
se filtraban hasta las oscuras callejuelas. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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